Ya
llevaba no menos de un cuarto de hora huyendo del cerdo. Me estaba consumiendo.
La fiera no me daba tregua, sin embargo sus gruñidos perdían fuerza. Su
herida se abría y le quitaba braveza. Era consciente de que no había atacado un
puerco. También sabía que había cometido un error serio: me había alejado del
camino, mi único punto de referencia entre tanta vegetación densa, pero no
había tiempo para retrocesos, si me detenía podía terminar en las nefastas
mandíbulas de la desalmada bestia. Qué tan peligroso era aquel bosque, en su
hábitat la vida exigía demasiado esfuerzo.