El sol brillaba, como un diamante; nosotros éramos exploradores, de
un frondoso bosque. Teníamos hambre, era insoportable. Es realmente
desesperante que tu estómago rezongue y no puedas alimentarte. Para males padecíamos
una sed inaguantable. A toda prisa necesitábamos agua. Aunque fuese estancada,
no importaba, podíamos purificarla.
El caballo no aparecía. Quien se
desentendía de nuestra confusa realidad era el indiecito, trepando por el
mismo árbol que alojaba las extremidades del primate. Buscábamos comida. El
gato nos seguía. Ya casi no dialogábamos, el desconcierto era apabullante.
En algunos tramos la vegetación era tan densa que te hacía creer que anochecía.
De todos modos era mejor que la llanura: nos exponía en demasía. Sobrevivir era
una meta, para conseguirla necesitábamos desplazarnos con viveza. Era por eso
que buscaba un palo largo que me permitiera devenirlo en un arma ofensiva. No
éramos lo suficientemente veloces como para atrapar animales salvajes. Como
cazadores furtivos teníamos que acechar a nuestras presas. Así es la vida,
siempre atractiva pero simultáneamente violenta. No estábamos en una selva, sin
embargo su ley se imponía con rudeza.