Con abrumador sigilo, y a paso de insecto, mi chica acortaba distancia
con el árbol. Nosotros contemplábamos su acercamiento como si se tratase de un
evento. De hecho lo era. A unos dos o tres metros del tronco se detenía para
alzar los brazos y dirigirlos al cielo. Parecía un ángel del Nuevo Testamento.
Para mi sorpresa el mono descendía, superando las ramas con una habilidad que
me dejaba perplejo. Qué alucinante, éramos testigos de un insólito encantamiento.
Sin embargo el mono recostaba su vientre sobre la rama más próxima al suelo.
Sus extremidades colgaban como péndulos. Repentinamente extendía el brazo para
tenderle los alargados dedos de la mano. Ella acercaba la suya y lentamente
comenzaba a tocarlo. Lo estaba acariciando, como si después de mucho tiempo se
hubiesen amigado. La escena enternecía, pero simultáneamente turbaba
demasiado. No sólo el indio poseía poderes mágicos.