Paso
a paso iniciábamos nuestro lento regreso al camino del indio corredor. Los chasquis
eran mensajeros del Inca, que utilizaba los sistemas de postas para la entrega
de recados, motivo por el cual era muy probable que más lejos, a la vera del
mismo camino, hubiese otro individuo, esperando por él para continuar con el
sistema de correos, quizá a la sombra mansa de un árbol coposo, o echado cual
vagabundo a la luz del sol. Mi realidad no cesaba de acomplejar. Estábamos en
el siglo XXI. No conocíamos la máquina del tiempo y lo nuestro no era ciencia
ficción. Demasiados interrogantes para un cerebro demasiado estresado. En esos
instantes de tediosa incomprensión, arribaba a nuestros oídos un nuevo sonido,
más intenso que el anterior, proveniente del mismo lugar por donde había
sorprendido el indio mensajero. Nuestro estupor era tal que ni siquiera lográbamos
reaccionar, aunque retrocedíamos, atravesando unos cardos espinosos que por
cierto padecíamos. No había tiempo para quejidos, nadie podía vernos, ni
siquiera un ratón, podíamos cazarlo para luego digerirlo, aunque no contáramos
con fósforos ni un bendito encendedor. Algo asomaba en el abundante follaje
verdoso que orillaba todo el camino. Tenía patas musculosas y una cabeza bien
alargada, con orejas puntiagudas apuntando al cielo azul. Astor maullaba. Ni
siquiera me esforzaba para acallarlo, quien reaparecía recorriendo el mismo
camino del joven corredor era Ringo, nuestro potro pertinaz. Había detenido la
marcha a unos diez metros de nosotros, relinchando, como invitándonos a una
celebración. No podía balbucear, apenas lograba respirar. Tan solo recordaba
que me llamaba Milo. El caballo había reaparecido en el momento y lugar menos
esperados, como si desde una nube pomposa nos hubiese espiado sin cesar. Hasta lo
que sabía era un mamífero que se podía domesticar con bastante facilidad. Eso
sí, un tanto peculiar. El bosque no paraba de encantarnos. A pesar de tantos
obstáculos me sentía un ser especial. Cada día era un desafío. Nada estaba
escrito. Éramos dueños de nuestro destino y no respetábamos horarios. Podíamos
cruzarnos de brazos durante toda una tarde y nadie podía criticarnos. Todo
estaba permitido, pero no había almacenes, ni tiendas de ropa, ni zapaterías. Por
cierto necesitaba reemplazar mis zapatos deteriorados, los que tenía puestos ya
se habían agujereado. Por ellos había pagado demasiado. Al igual que mis
primeras amantes, me habían engañado. Todo eso reflexionaba, mientras volvía a
atravesar los cardos, tal vez para alentarme a continuar.