domingo, 26 de junio de 2016

EL BOSQUE DE LOS SORTILEGIOS (EPISODIO #192)


Paso a paso iniciábamos nuestro lento regreso al camino del indio corredor. Los chasquis eran mensajeros del Inca, que utilizaba los sistemas de postas para la entrega de recados, motivo por el cual era muy probable que más lejos, a la vera del mismo camino, hubiese otro individuo, esperando por él para continuar con el sistema de correos, quizá a la sombra mansa de un árbol coposo, o echado cual vagabundo a la luz del sol. Mi realidad no cesaba de acomplejar. Estábamos en el siglo XXI. No conocíamos la máquina del tiempo y lo nuestro no era ciencia ficción. Demasiados interrogantes para un cerebro demasiado estresado. En esos instantes de tediosa incomprensión, arribaba a nuestros oídos un nuevo sonido, más intenso que el anterior, proveniente del mismo lugar por donde había sorprendido el indio mensajero. Nuestro estupor era tal que ni siquiera lográbamos reaccionar, aunque retrocedíamos, atravesando unos cardos espinosos que por cierto padecíamos. No había tiempo para quejidos, nadie podía vernos, ni siquiera un ratón, podíamos cazarlo para luego digerirlo, aunque no contáramos con fósforos ni un bendito encendedor. Algo asomaba en el abundante follaje verdoso que orillaba todo el camino. Tenía patas musculosas y una cabeza bien alargada, con orejas puntiagudas apuntando al cielo azul. Astor maullaba. Ni siquiera me esforzaba para acallarlo, quien reaparecía recorriendo el mismo camino del joven corredor era Ringo, nuestro potro pertinaz. Había detenido la marcha a unos diez metros de nosotros, relinchando, como invitándonos a una celebración. No podía balbucear, apenas lograba respirar. Tan solo recordaba que me llamaba Milo. El caballo había reaparecido en el momento y lugar menos esperados, como si desde una nube pomposa nos hubiese espiado sin cesar. Hasta lo que sabía era un mamífero que se podía domesticar con bastante facilidad. Eso sí, un tanto peculiar. El bosque no paraba de encantarnos. A pesar de tantos obstáculos me sentía un ser especial. Cada día era un desafío. Nada estaba escrito. Éramos dueños de nuestro destino y no respetábamos horarios. Podíamos cruzarnos de brazos durante toda una tarde y nadie podía criticarnos. Todo estaba permitido, pero no había almacenes, ni tiendas de ropa, ni zapaterías. Por cierto necesitaba reemplazar mis zapatos deteriorados, los que tenía puestos ya se habían agujereado. Por ellos había pagado demasiado. Al igual que mis primeras amantes, me habían engañado. Todo eso reflexionaba, mientras volvía a atravesar los cardos, tal vez para alentarme a continuar.