Despertaba, unos tímidos rayos solares acariciaban mis pómulos. La
suavidad de su roce tempranero me hacía presumir que los primeros albores de la
mañana estaban llegando. Astor, el gato manso, seguía echado a mi lado,
reposando, como si un desmayo lo hubiese tendido en el pasto. Girando el cuello
confirmaba la presencia de mis compañeros. El sueño profundo en el que estaban
sumidos atrapaba sus pensamientos y los mantenía cautivos. En la mejilla de
Sofía descansaba la manito derecha del niño. Con la otra sujetaba su cintura.
Contemplar sus cuerpos dormidos en una posición tan cariñosa y llena de afecto
enternecía a cualquier bicho. Repentinamente me parecía detectar la figura fugaz de
una cosa desplazándose hacia un árbol cercano. Se había ocultado detrás del
tronco, frente al pino inmenso que nos ofrecía cobijo. La piel de mis brazos se
iba erizando. Me incorporaba, despacio. No procuraba desasosegarlos. Podían
entrar en pánico y ni siquiera sabía si se justificaba levantarlos. En el suelo
había un palo. No dudaba en agacharme para cogerlo.
Con el palo en mi mano derecha acortaba distancia con el árbol, a paso lento,
como un puma hambriento.