Nuestras gargantas ardían de sed, padecíamos un hambre bestial, como si
en los estómagos nos dieran punzadas sin piedad, de más está decir que
necesitábamos comer y beber a la brevedad, pero estábamos extenuados, entonces
nos echamos a descansar, debajo de un pino inmenso que se perdía de vista en la
imponente oscuridad. El día había sido agotador. No nos importaba bajar de peso
si aún podíamos respirar. El niño indio se había aislado, era por eso que
descansábamos en la más absoluta soledad, aunque custodiados por el gato manso
y una luna muy vistosa que apenas se dejaba acosar. Con mi brazo derecho cubría
su pecho, protegiéndola de los fantasmas y todas esas cosas que nos hacían
mal. La deseaba, quería hacerle el amor, sin embargo me avergonzaba no poder
satisfacer su apetito sexual. Ella también estaba cansada, se le cerraban los
ojitos y ya balbuceaba al hablar. Pernoctábamos como dos perezosos, esos
mamíferos que se dejan caer de los árboles con una parsimonia que puede llegar
a desesperar. A mis espaldas reposaba Astor, nuestro gato jabato. Se lo oía
ronronear. Por supuesto desconocíamos el paradero del caballo holgazán. Nada ni
nadie podían impedir que nuestra vigilia cediera ante la arrolladora fuerza del
sueño voraz, y soñamos, como personajes imaginarios de un pintor que ahora no llego a
recordar.