¡Corre,
Milo, corre!, me arengaba en silencio para mantenerme enérgico. Mi valeroso
espíritu seguía latiendo. A pesar de tanta hambre, llevaba conmigo un tigre
apuesto. El cerdo asesino no cesaba en sus intentos de hacerme su almuerzo.
Estaba colérico, me lo hacía saber con sus gruñidos violentos. No quería
voltearme, en la superficie había troncos y las ramas caían por todos lados
para tumbarme en el suelo. Tenía que estar atento. Si caía, efectivamente terminaba
siendo su alimento. Me estaba alejando de mis compañeros. Podía perderme en un
bosque inmenso pero sabía que su pata presentada una herida y, tarde o
temprano, fracasaría en el intento.