El
desventurado jabalí padecía la herida, no arruaba, no corría, tan sólo se caía,
como una torre sacudida por fuerzas desconocidas. No menos de veinte metros me
distanciaban de su jeta sufrida. No tenía sentido gastar más energías. Respiraba.
Necesitaba oxigenarme. También calmarme. No tenía quince años y estaba
desnutrido, pero había cazado lo que tanto quería. Entre mis piernas había una
piedra, tal vez podía usarla para evitar su larga y penosa agonía.