El chillido se había apagado. Lentamente me iba acercando, con las
manos aferradas al palo. El miedo me hacía tiritar todo el esqueleto. Restaban
dos pasos. Respirando hondo bordeaba el árbol. Mis latidos estaban al borde del
colapso. De pronto veía un pie. Era muy peludo. Más que un pie parecía una
mano. Tenía cuatro dedos. Carecía de pulgar. Eran muy largos. Necesitaba
avanzar otro paso. Al hacerlo casi me infarto: el tronco resguardaba un mono.
Rondaba el metro de largo. Su cuerpo era alargado. Sus miembros, largos. Todo
era muy largo. Un pelaje negro cubría su contextura musculosa. En sus partes
inferiores se hacía más claro. Sus ojos oscuros estaban bordeados por un anillo
blanco. Estaba parado. Levantaba los brazos. Parecía un bailarín pero era un
mono. Me miraba fijamente a los ojos. Seguía chillando. Sus colmillos me
estaban aterrando. Yo retrocedía, entrando en pánico. Tanto era así que había
soltado el palo. El mono comenzaba a trepar el tronco, usaba su cola para
asirse a las ramas del árbol. No estábamos solos, en aquel bosque había un mono
extraño.