Nuestro
potro se adentraba en el bosque denso, como un intrépido rayo de sol invadiendo
tinieblas pasajeras, desplazándonos con una brusquedad que te hacía sudar hasta
las cejas. No sabíamos jinetear, motivo por el cual sobrellevábamos las
dificultades sujetándonos con fuerza. Abundaban los obstáculos. Nos agachábamos,
siempre atentos a los enmarañados ramajes que caían desde los gigantes de madera. Las
abejas habían sido superadas, preocupaba sobremanera cabalgar sin caer y luego
rodar como piedras. Si el caballo nos expulsaba, en el mejor de los casos
terminábamos quebrados. Quebrarse en la eterna soledad de un bosque aislado
implicaba una muerte lenta, pero seguíamos montados.