Con
una potencia inverosímil, el potro penetraba la esfera de mieles frenéticas. Me
sentía un astronauta, expulsado a la nada en una bicicleta. El cerco de abejas
se estaba acercando, o nosotros acortábamos distancia, porque los aguijones ya rozaban
mis brazos. Me dejaban marcas en la cara, me daban bofetadas. Entre tanta
confusión suscitada, estiraba mi brazo derecho en el afán de tocarlo.
Necesitaba hallarlo. Y ahí estaba Erchudichu, nuestro zángano tan amado, suspendido
en el aire cual filamento, indefenso, resistiendo a la desaparición, como un
valeroso león, a la espera de un milagro que Sofía daba por realizado, porque
sorpresivamente inclinaba su torso y con la derecha lograba manotearlo, con una
ligereza que hasta me dejaba asombrado. ¡Santa princesa de mis sueños más deseados,
había logrado sujetarlo!, y yo seguía con el brazo caído, colgado del lomo
sudado, tan maravillado como turbado. Ringo volvía a penetrar la corona de insectos,
esta vez para traspasarla y ponernos a salvo. Efectivamente lo estaba logrando:
las humilladas abejas desarmaban su ejército, apabulladas por cinco corazones,
latiendo sentimientos.