Mi
mirada cansada finalmente se posaba en el camino. Era un tanto sinuoso. Su
anchura superaba varios metros. Estaba confundido, alguien se había tomado el
trabajo de talar una fila de pinos para trazar el recorrido. En su superficie
no había ramas, tampoco pasto ni obstáculos, más que un camino parecía una pista
de atletismo. Maravillado, me quedaba detenido. A un lado tenía un árbol, entre
mis piernas el gato Astor abandonaba su silencio para emitir los primeros
ronroneos. Mi lanza yacía en el suelo. Necesitaba descansar. Ni siquiera había sudado. De pronto oía un sonido. Se aproximaba, desde mi lado izquierdo. Nervioso,
encogía mi cuerpo doblándolo hacia la tierra. Con mi mano izquierda agarraba el
cuello del gato para impedir que se moviera. Con la otra sujetaba la lanza para
usarla en caso de necesitarla. Tan solo pensaba en cazar algo. Para mi sorpresa
aquella cosa era un ser humano. Corría apresurado por el camino polvoriento.
Era un muchacho treintañero, de poca estatura, delgado y narigudo. Su cabello
lacio y negro le llegaba a la cintura. Un taparrabo oscuro cubría sus partes
íntimas. Tenía las piernas musculosas. Se movía con una ligereza que me dejaba
boquiabierto. Curiosamente no llevaba calzado. En su espalda cargaba una
especie de mochila. El misterioso sujeto me recordaba a los indios mensajeros.
Yo no pensaba presentarme, por lo que sólo atinaba a contemplarlo. Así como había llegado se iba alejando. ¡Es un chasqui!, susurraba
extrañado. Me incorporaba despacio. Estaba incrédulo pero mi estómago no
admitía retrocesos.