Sus
súplicas eran en vano, estaba dispuesto a arriesgarlo todo con tal de rescatar
a mi zángano. Erchudichu nos necesitaba, exento de daños. Cuando se vive al
límite hasta un pedazo de roca puede convertirse en tu aliado. Tenía que
abandonar el lomo del caballo pero Sofía no soltaba mis brazos. Como una garrapata
desquiciada se aferraba a mi cuerpo. Sus ojos, sus bellos ojos, estaban
llorosos. ¡Por favor, podemos vivir sin la presencia de ese zángano!, volvía a
rogarme, con los labios temblorosos. Me estremecía verla en ese estado, me
afectaba demasiado. En cierto modo me estaba frenando, pero no tanto. Era más
tozudo que el caballo. Sorpresivamente pausaba el ritmo de sus pasos. Con sus
crines al viento, volteaba su cuello musculoso. Sus ojos parecían brasas. Derretían
mis miedos, fortalecían mi ánimo. Sofía me hablaba pero estaba ensimismado, la
mirada enérgica del potro profería un encanto misterioso. Enderezaba su cuello.
Las manitos del niño se elevaban más allá de sus hombros. Se oían los maullidos
de Astor. Como una locomotora sin frenos, comenzaba a trotar en dirección al
cerco de aguijones carniceros. Ya no había tiempo para lamentos: rescatábamos a
Erchudichu o moríamos en el intento.