Entusiasmado,
trepaba al lomo del caballo. Había olvidado el gato. Su mirada hipnótica me
atraía de una forma irresistible. Torcía la cintura para agarrarlo. El gato
brincaba, nos entendíamos sin hablarnos. Sus patitas colgaban como racimos. En
buen momento estábamos listos, a la espera de una nueva andanza, pero Ringo no hacía
nada, tan solo volteaba su cabeza para reírse en nuestras caras. Con mis
talones inquietos presionaba sus costillas. No reaccionaba. ¡Otra vez lo
mismo!, rezongaba. Bajaba. Astor permanecía echado en el
lomo del caballo. Ringo era más terco que un gallo. Valiéndome de mis brazos,
volvía a montarlo. El maldito seguía quieto como el tronco de un árbol, pero sacudía su
cola contra mis piernas. Yo no era una garrapata pero tampoco era una mosca
incómoda. Enfurecido, abandonaba su lomo para no volver a montarlo. El gato me
acompañaba. No estábamos dispuestos a tolerarlo. A paso rápido orillábamos el
camino para distanciarnos. Ringo comenzaba a seguirnos. Volteaba mi cuerpo para,
con la mirada, intimidarlo. El caballo detenía la marcha y cabeceaba. Volvía a
girar para avanzar unos pasos. Se oían sus cascos. Definitivamente era más
tozudo que un asno.