Partiendo una piedra solitaria lograba sacarle filo a mi vara. Los
dedos de mi mano derecha la sujetaban. Mis piernas huesudas se confundían con
la lanza. En cierto modo, intimidaba. Temblaba, buscando la calma. Estaba
dispuesto a matar un dinosaurio con tal de saciar nuestras necesidades básicas.
Sofía, en cambio, lucía fatigada. Ya no hacía nada, a duras penas se había sentado
en un tronco muerto y suspiraba. Me apenaba verla en ese estado
de ganas de nada. Las ojeras le manchaban la cara. Estaba muy pálida. Parecía
un payaso abatido por la desgracia. No quería pedirle de forma imperiosa que
reaccionara, entonces me acercaba a su cuerpo débil para inyectarle algunas
dosis de esperanza:
—Será
mejor que busques algunas ramas.
—Ya
no tengo fuerzas para nada —se lamentaba, cabizbaja.
—Lo
sé, pero necesitamos resguardarnos en una choza precaria.
En
buen momento levantaba su triste mirada pero no decía nada.
—La
noche es larga, dormir a la intemperie no me agrada —agregaba para animarla.
—
¿Y vos qué harás?
—Cazar
lo que sea y rogarle al cielo que nos regale algunas lágrimas.
—
¡Te quiero! —brincaba de entusiasmo y me abrazaba.
—Y
yo te amo. Tampoco olvides de recoger las hojas más grandes y ovaladas.
—
¿Para qué las queremos?
—Lo
sabrás cuando el agua nos devuelva la calma —susurraba a su oído para acariciarle la
espalda.