Sofía
se había retirado, o yo había partido para no entregarme a la parca funesta. El
gato orientaba mis pasos. No maullaba, no ronroneaba, pero su mensaje me llegaba. Pobre mi estómago, ya no gruñía, rugía. Encima padecía una migraña
insoportable. Se me estaba partiendo la cabeza.
Sujetando
la lanza me adentraba en una sombría arboleda. El pasto no crecía, la sombra de
aquellos colosos de madera impedía su salida. Me sentía un fugitivo perdido en una
selva. Necesitaba cazar lo que fuera, pero tenía que ser precavido para no
terminar siendo la presa de alguna bestia que, como yo, merodeaba con la panza
vacía entre vetustas maderas. Tras fatigosos minutos de búsqueda intensa me
parecía entrever un camino al final de una alameda. Mi andar se pausaba. El
desconcierto me ponía tieso como el palo que llevaba en mi mano derecha. ¿Un
camino entre tanta vegetación densa? Las dudas me empujaban a su misteriosa
existencia, a paso lento y en alerta.