—Encantadora de primates, jamás hubiera imaginado que otro mono robaría tu corazón —sorprendía yo al llegar.
— ¿Acaso los celos te tienen mal?
El mono no cesaba de abrazarla. Apretujaba tanto su cuerpo que daba la impresión
de que la podía quebrar. Como legendaria heroína de una historia mágica, mi
princesa seguía recostaba, desbordando de alegría, tolerando la torpeza del mono
con una sonrisa tan amplia que hasta me costaba asimilar. Sus suaves manos
recorrían su lomo lleno de pelos. Eran la bella y la bestia, en un mismo lugar.
Él se dejaba mimar, enroscando su cola alrededor de sus rodillas. Su cabeza
descansaba en los pechos de mi amada como si quisiera atesorar sus latidos para
no devolverlos jamás.
— ¿Celoso, yo? ¿De un mono que no se afeita y encima huele mal?
— Es todo un caballero —soltaba una carcajada—, nos debería acompañar.
—Puede ser, este equipo necesita un integrante más.
—Y además quiero que tenga un nombre muy especial.
— ¿Un nombre muy especial?
—Así es, quiero que se llame Jorge, ¡Jorgito!
— ¿Jorgito? ¿Por qué? ¿Por quién?
—No lo sé pero me gusta la espontaneidad.
Hallar agua y alimentos era una prioridad, sin
embargo conmovía verlos en ese estado divino de armonía y paz. Tanto era así
que el gato no se hacía escuchar, situado entre mis tobillos contemplaba el
episodio sin maullar. Sólo el indio atinaba a romper el lazo de consenso y
reciprocidad, murmurando palabras al viento fugaz. Como siempre sucedía, no le entendíamos
nada al hablar. Se abría así un nuevo capítulo en nuestro intrincado porvenir,
tan misterioso como digno de transitar, tan nuestro, tan auténtico, tan real.