Había
liberado las piernas. Las raíces retrocedían. Me agradaba verlas vencidas. Me erguía.
Las hojas verdosas cubrían todo el terreno. Las pisoteaba con esmero, no
merecía tanto sufrimiento. A unos pocos metros seguían estando los árboles
inmensos. Tenía que atravesarlos. Me detenía. Algo impensado estaba sucediendo.
Las ramas se movían. Oía los crujidos. Todo era un delirio, pero estaba
ocurriendo. ¡Cuántos desvaríos!, sopesaba boquiabierto. Una sensación de
malestar invadía mi estómago revuelto. Tenía ganas de vomitar. Daba unos giros.
Repentinamente volvía la calma. Usando las manos secaba mi cara. Había sudado. Me
arrodillaba. Esas cosas no paraban de brotar, como diabólicas lombrices salían
de la tierra para avanzar en mi dirección mientras yo me dirigía a Dios,
suplicando paz. El suelo trepidaba. No tenía escapatoria. Me estaban cercando. Vaticinaba
mi final. Ni a los santos del cielo podría explicar una muerte tan absurda como
irreal. Aún tenía fuerzas. ¿Qué podía hacer? No disponía de alas que me
permitieran volar, pero presentaba piernas osadas con ganas de disparar. Enérgicamente
me incorporaba, decidido a escapar.