Mi
caballo resoplaba de cansancio. Interrumpía mi descanso. El músculo de la
pantorrilla izquierda se me había acalambrado. Me mordía los labios. No se veía
casi nada pero había troncos y ramas por todos lados. Con cuidadoso esmero
abandonaba su lomo sudado. Un paso en falso podía costarme un nuevo calambre, indeseado.
Con mis dedos delgados recorría su cuello encorvado. Sus orejas tiesas me hacían a un
lado. Finalmente había aprendido a quererlo, o él se dejaba querer, que no
siempre es lo mismo. Era un tanto tozudo pero me había salvado. Repentinamente
oía voces humanas. Se acercaban desde algún lado. La noche nos escudaba pero los
relinchos de Ringo podían exponernos a riesgos innecesarios, en un bosque que por
cierto desdeñaba todos los límites determinados. Sonaba un maullido. Mi corazón
latía a un ritmo vertiginoso. De pronto arribaba la voz de mi amada. Me estaba nombrando.
¡Acá estamos!, exclamaba yo con entusiasmo. Se la oía conmovida. Atravesando ramajes
buscaba sus brazos, ansiando fundirme en su abrazo tan deseado. Una borrasca de viento tibio me daba en la cara. Erchudichu
sobrevolaba mi frente transpirada. Su inconfundible zumbido me indicaba que
estaba encaminado. En la oscuridad relucían los ojitos de Astor. No podía
confundirlos. Después de muchas horas volvía a dibujar una sonrisa en mi rostro demacrado.
Se oían los chillidos del mono. Parecía mentira, Ringo no sólo me había salvado
sino que además me devolvía todo aquello que creía extraviado. Astor estaba
ronroneando. Arrodillándome en la superficie aguardaba el contacto. Necesitaba
tocarlo. Con sus garras rasguñaba mis brazos. ¡Había temido perderte!,
expresaba aliviado. Alguien se estaba acercando. Un sinnúmero de luciérnagas
giraban alrededor de sus brazos, desprendiendo una luz fosforescente que
lentamente resaltaba sus labios. Era el indiecito, venerando algo sagrado. De
pronto se hacía a un lado y como en un cuento mágico reaparecía Sofía, con las
manos en el pecho y esa sonrisa tan bella que hasta el día de hoy me sigue
embelesando.