La
carne del jabalí se descomponía en su lecho del olvido, lo había vencido, pero
también me había perdido, la vasta superficie del bosque desorientaba todos mis
sentidos. Me había apartado sin siquiera bordear el camino. Un error fulero. No
oía los maullidos. Menos aún los relinchos de Ringo. El desconcierto pesaba
tanto o más que mi estómago vacío. Experimentaba un infierno desconocido. Tenía
ganas de gritar. No lo hacía, podía atraer visitantes inmerecidos. Me sentía
frustrado: había cazado un cerdo pero no podía compartirlo. Necesitaba pensar
una salida. Para serenarme tomaba asiento en un tronco podrido.