Los
árboles que me rodeaban me hacían recordar que en aquella superficie reinaban
ellos. Increíblemente formaban una especie de cerco. Una prolija extensión de césped
cubría todo el terreno como si acaso alguien se ocupara de mantenerlo. Medía no
menos de cincuenta metros. De hecho parecía un campo de juego. Después de mucho
tiempo podía contemplar el cielo abierto. Varios nubarrones lo estaban
invadiendo. Una placentera sensación de alivio presagiaba el inminente arribo
de agua del cielo. Una y otra vez me limitaba a observar el cerco, dando vueltas
enteras que hasta me provocaban mareos. Tan eminente era la arboleda que me
costaba estimar los metros. Además metían miedo. Pese a ello me recostaba sobre
el pasto para relajar los huesos. Sin querer me estaba durmiendo.