Seguía
magullándolo. Por su culpa me había quedado aislado. Mis nudillos se estaban
rompiendo, sin embargo no cesaba de propinarle puñetazos. Repentinamente en mi mirada
colérica irrumpía un ser impensado. Era un mamífero roedor más pequeño que una
rata. Su pelaje era gris. Tenía las orejas paradas. El curioso animalito se
había detenido del otro lado del jabalí, a un par de metros de mis brazos
cansados. No tenía miedo, de hecho me observaba con una tranquilidad que me dejaba
asombrado. Tanto era así que apaciguaba mis ánimos. Su sola presencia me estaba
calmando. Aquel animalito tan pequeño y perspicaz me estaba enseñando que en el
bosque de los sortilegios se podía deambular en soledad. Por esas cosas de la
vida era el mismo ratoncito que pocos días antes había ayudado a escapar de la
bañera. O era muy parecido. Me incorporaba, quería acercarme para expresarle mi
gratitud, pero él se alejaba con la velocidad de un galgo. ¡Hasta pronto,
Miguelito!, lo despedía alzando una mano, y luego la otra, como si de mis
tripas hubiese expulsado un espíritu maligno.