Ya
me había parado en lo que consideraba el centro del terreno. Había caído en una
trampa horrenda, pero no podía distraerme con recriminaciones absurdas que prácticamente
me condenaban a una muerte cruenta. Las raíces acortaban distancia, removiendo
las hojas tras su avance lento. Las tenía a diez metros. Tal vez menos. ¡Moriré
peleando!, me engañaba alzando los brazos, con ese miedo intenso que me calaba
hasta los huesos. Bajaba la mirada, no podía disimular tanto sufrimiento. Cerrando
los ojos respiraba hondo, como si los pulmones me pudiesen liberar de semejante
tormento. Una sensación de angustia atroz invadía mi cuerpo indefenso. La
sentía en el pecho. Algo impensado estaba ocurriendo. Me volteaba por si acaso
otras raíces sorprendían a mis espaldas para quedarse con mi esqueleto.
Extrañamente estaban retrocediendo. No quería pestañear, en una de esas podía
atraerlas de nuevo, sin embargo la tierra comenzaba a vibrar como si estuviese
parado en un epicentro. Me costaba mantener el equilibrio. El centro del terreno se estaba elevando, y con él me acercaba al
cielo, manoteando el pasto para no rodar y con las hojas caer al suelo. No tenía
consuelo, el montículo de tierra se estaba desintegrando. Algo extraordinario
empujaba con firmeza, persiguiendo salir a la superficie desde los confines del
reino subterráneo. Ya tenía un poco de vértigo, al menos cinco metros me llevaban al infierno.