Más
allá del escalofriante filo de sus espinas, un caballo aparecía. No estaba
alucinando: Ringo galopaba en mi rescate, con la fuerza de un titán por detrás
de la planta carnívora. Estaba emocionado. Sin embargo la flor maldita se me
venía encima, abriendo sus pinzas para perforarme con el filo tétrico de sus
espinas asesinas. Estaba impávido, Ringo venía por mí para salvarme, como esos
felinos que con el brillo de sus pupilas, iluminan. No más de cinco metros me
preservaban de la planta carnívora. Mi potro valeroso le sacaba ventaja. Salía
del hoyo. Tenía que lanzarme sobre su lomo antes de que la planta me convirtiera
en su comida. Ringo pasaba a mi lado. Yo saltaba para aferrarme a su musculatura.
Lo había logrado. Con la cabeza gacha ojeaba la flor vencida, que lentamente se
detenía, tal vez confundida. El caballo se alejaba con rumbo incierto, llevando
consigo una promesa cumplida: liberarme de lo que seguramente terminaba siendo
una carnicería.