Sujetando
el mineral rocoso me iba acercando. El desdichado cerdo se había desplomado. Respiraba
agitado, su pata trasera se había ensangrentado. El corte era profundo, lo
suficiente como para matarlo en cuestión de minutos. Al igual que medio cuerpo,
el lado izquierdo de su hocico descansaba en el suelo. A un par de metros podía
advertir la peligrosidad de sus colmillos carniceros. De alcanzarme me hubiesen
desgarrado. Me observaba con el ojo derecho. Su mirada estaba perdida. Me
apenaba verlo en estado de indefensión, flaqueando, pero mi estómago estaba
hambriento. Tenía que ayudarlo para que su tránsito fuera ligero.